viernes, 27 de mayo de 2011

LA DEBUTANTE por Leonora Carrington


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Leonora Carrington, la última surrealista, se apagó en México

Extraído de Gara, 27/05/2011

La pintora, escultora, grabadora, escritora, dramaturga y escenógrafa mexicana de origen inglés Leonora Carrington falleció ayer en México a los 94 años de edad tras una larga y novelesca vida de rebeldía y pasiones, que la llevó a huir del fascismo europeo y encontrar en el país azteca un nuevo hogar. Algunos la comparan con Frida Khalo.

LA JORNADA-AFP | MÉXICO D.F.

El Consejo Nacional para la Cultura y las Artes confirmaba ayer a través de su cuenta de twitter la muerte de la artista. Así se conocía la noticia del fallecimiento de esta mujer legendaria que, pese a su avanzada edad, permaneció activa hasta el final. De hecho, el pasado 9 de abril asistió a la inauguración de la muestra escultórica «Leonora Carrington-Gunther Gerzo», exhibida en el centro cultural Estacion Indianilla de México D.F., que estaba enmarcada en una serie de actos de homenaje. Su figura ha estado también de actualidad con la reciente publicación de «Leonora» (Planeta), la novela en la que la conocida escritora y periodista Elena Poniatowska retrata y escarba en su historia y obra. «Creo que (Carrington) es cada vez más fuerte y que va a ser más fuerte a medida que pase el tiempo. Es, de veras, tan única como lo fue Frida Kahlo en su época; nada más que ella no quiso hacerse pública», apuntaba Poniatowska.

La pintora, escultora, grabadora, escritora, dramaturga y escenógrafa era considerada la última surrealista viva. De vida novelesca, nació en Chorley (Inglaterra) el 6 de abril de 1917, en una acaudalada familia, aunque era mexicana de adopción, a donde llegó después de un largo periplo; un país que convirtió en su hogar y donde residía alejada de la fama.

La artista se fue a los 20 años de su hogar y en la capital inglesa conoció al pintor surrealista Max Ernst (1891-1976), 26 años mayor que ella y de quien sería compañera algunos años pero sobre quien en los últimos años de su vida no quería ni oír hablar. Con él viajaría a París, donde congenió con artistas clave del movimiento surrealista como Salvador Dalí, Marcel Duchamp, André Breton y Pablo Picasso. Carrington participó en una magna exposición con otras figuras del movimiento en 1938, que se presentó en Amsterdam y París, pero poco después su vida entró en una etapa muy difícil cuando los nazis invadieron el Estado francés y Ernst, de origen alemán, fue arrestado y enviado a campos de concentración.

En 1940 Carrington llegó a la España franquista, donde, en medio de una enorme tensión, sufrió una crisis nerviosa y, por orden de su familia, fue ingresada en un manicomio en Santander, donde pasó un auténtico calvario. «Ella no estaba para nada enloquecida. Se enfrentó a la guerra y los locos fueron los que no entendieron el peligro de la guerra que vislumbró. Ella vislumbró a Hitler mucho más que cualquiera», en palabras de Poniatowska.

Pesadilla en el siquiátrico

Carrington huyó del siquiátrico y pidió ayuda en la embajada de México en Lisboa al periodista y escritor Renato Leduc, de cuya mano viajó a América, primero a Nueva York, donde se reunió con sus amigos del movimiento surrealista, y finalmente se estableció en México. Desheredada por su padre, un magnate textil, vivió en la capital mexicana con el periodista, a quien Poniatowska describe como «un hombre encantador, ingeniosísimo, muy mal hablado. Toda la gente lo quería, pero también era muy parrandero», razón por la que Leonora lo abandonó y poco después se casó con el fotógrafo húngaro Chiqui Weitz, padre de sus hijos Pablo y Gaby.

El trabajo de Leonora en México ha dejado su estela, incluyendo una serie de esculturas de gran tamaño que adornan el paseo de la Reforma, y su obra pictórica forma parte de la exposición permanente del Museo de Arte Moderno.

De Carrington dijo el Nobel mexicano Octavio Paz que era «un personaje delirante, maravilloso», «un poema que camina, que sonríe, que de repente abre una sombrilla que se convierte en un pájaro que se convierte después en pescado y desaparece».

«Pintar debe ser semejante a hacer zapatos»

En una entrevista publicada en «La Jornada Semanal» en 1996, una de las últimas y escasas que concedió, ya que no era amante de darse publicidad, Leonora Carrington hablaba de sus primeras impresiones de México, sobre el feminismo, sobre los animales o sobre su trabajo, entre otras cosas. Se reconocía gran amante de los animales, aunque no mostraba el mismo sentimiento hacia el ser humano: «Hay muchos animales que me gustan. El primero no es el ser humano; lo pongo en el lugar más bajo de mis preferencias: somos un animal terrible que asesina y me da mucha tristeza pensar que yo soy de esta especie».

Restaba importancia a la pintura «No creo que uno pinte para alguien; pintar debe ser semejante a hacer zapatos. Una necesidad de conectar con las partes invisibles, los lugares invisibles de la psique humana». Y sobre la muerte: «Me da miedo morir. Tal vez soy cobarde, porque no sé lo que pasa cuando uno muere. Me interesa en el sentido de que quizás me revele algo, pero no me ha revelado nada hasta ahora. Pero quizás me revelará algo, por ejemplo qué pasa después de la muerte... Creo que en alguna parte cada uno de nosotros llevamos secretos, como en los huesos que se llevan los secretos de todo el pasado humano». ]

Autorretrato en el Albergue del Caballo de Alba (1937), de Leonora Carrington.



En la época que fui debutante, solía ir a menudo al parque zoológico. Iba tan a menudo que conocía más a los animales que a las chicas de mi edad. Era porque quería huir del mundo, por lo que me hallaba a diario en el zoológico. El animal que mejor llegué a conocer fue una hiena joven. Ella me conocía a mí también. Era muy inteligente. Le enseñé a hablar francés y a cambio ella me enseñó su lenguaje. Así pasamos muchas horas agradables.

Mi madre había organizado un baile en mi honor para el primero de mayo. ¡Lo qué sufrí durante noches enteras! Siempre he aborrecido los bailes; sobre todo los que se daban en mi honor.

La mañana del uno de mayo de 1934, fui muy temprano a visitar a la hiena.

-¡Qué asco! -le dije-. Esta noche me toca asistir a mi baile.

-Tienes suerte -dijo ella-; a mí me encantaría ir. No sé bailar, pero en cambio sabría mantener una conversación.

-Habrá muchas cosas de comer -dije-. He visto llegar a casa carros repletos de comida.

-Y aún te quejas -replicó la hiena con desaliento-. Mírame a mí: yo sólo como una vez al día, y me tienen jeringada con tanta bazofia.

Se me ocurrió una idea audaz; estuve a punto de echarme a reír.

-No tienes más que ir en mi lugar.

-No nos parecemos lo bastante; si no, con gusto iría -dijo la hiena un poco triste.

--Escucha -dije-, con las luces de la noche no se ve muy bien. Con que te disfraces un poco, nadie se fijará en ti en medio de la multitud. Además, tenemos casi la misma estatura. Eres mi única amiga; anda, hazlo por mí. Por favor.

Se puso a pensar en esta posibilidad. Comprendí que estaba deseosa de aceptar.

-De acuerdo -dijo de repente.

No había muchos guardianes cerca, dado lo temprano de la hora. Abrí rápidamente la jaula, y en un instante estuvimos en la calle. Llamé un taxi. En casa, todo el mundo estaba aún en la cama. Una vez en mi cuarto, saqué el vestido que debía ponerme por la noche. Era un poco largo, y la hiena andaba con dificultad con mis zapatos de tacón alto. Encontré unos guantes con que ocultarle las manos, demasiado peludas para parecerse a las mías. Cuando el sol iluminó mi habitación, la hiena dio varias vueltas alrededor, andando más o menos derecha. Estábamos tan ocupadas que mi madre, que entró a darme los buenos días, estuvo a punto de abrir la puerta antes de que la hiena se escondiera debajo de la cama.

-Esta habitación huele mal -dijo mi madre, abriendo la ventana-; antes de esta noche date un baño con mis nuevas sales.

-Por supuesto -le dije.

No se entretuvo mucho. Creo que el olor era demasiado fuerte para ella.

-No te retrases para el desayuno -dijo al irse.

Lo más difícil fue encontrar un disfraz para la cara de la hiena. Estuvimos buscando horas y horas: rechazaba todas mis sugerencias. Por fin dijo:

-Creo que he encontrado la solución. ¿Tenéis criada?

-Sí -dije, perpleja.

-Pues verás: vas a llamar a la criada; cuanto entre, nos lanzamos sobre ella y le arrancamos la cara; llevaré su cara esta noche en lugar de la mía.

-No lo veo muy práctico -dije yo-. Probablemente se morirá en cuanto pierda la cara: alguien encontrará su cadáver, y nos meterán en la cárcel.

-Tengo la suficiente hambre como para comérmela -replicó la hiena.

-¿Y los huesos?

-También -dijo-. ¿Te parece bien?

-Sólo si me prometes matarla antes de arrancarle la cara. Si no, le va a doler demasiado.

-Bueno, eso me da igual.

Llamé a Marie, la criada, no sin cierto nerviosismo. Desde luego, no lo habría hecho si no odiara tanto los bailes. Cuando entró Marie, me volví de cara a la pared para no verlo. Debo reconocer que no tardó nada. Un breve grito, y se acabó. Mientras la hiena comía, estuve mirando por la ventana. Unos minutos después, dijo.

-Ya no puedo más; aún me quedan los pies, pero si tienes una bolsa, me los comeré más tarde, a lo largo del día.

-En el armario encontrarás una bolsa bordada con flores de lis. Saca los pañuelos que tiene y quédatela.

Hizo lo que le había indicado. A continuación, dijo:

-Date la vuelta ahora y mira qué guapa estoy.

Delante del espejo, la hiena se admiraba con el rostro de Marie. Se lo había comido todo cuidadosamente hasta el borde de la cara, de forma que quedaba justo lo que le hacía falta.

-Es verdad -dije-; lo has hecho muy bien.

Hacia el atardecer, cuando la hiena estuvo completamente vestida, declaró:

-Me siento en plena forma. Me da la impresión de que voy a tener un gran éxito esta noche.

Después de oír un rato la música de abajo, le dije:

-Ve ahora, y recuerda que no debes ponerte junto a mi madre: seguramente se daría cuenta de que no soy yo. Aparte de ella, no conozco a nadie. Buena suerte -le di un beso para despedirla, aunque exhalaba un olor muy fuerte.

Se había hecho de noche. Cansada por las emociones del día, cogí un libro y me senté junto a la ventana, entregándome a al paz y el descanso. Recuerdo que estaba leyendo Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. Al cabo de una hora, quizá, surgió el primer signo de inquietud. Un murciélago entró por la ventana profiriendo grititos. Los murciélagos me dan un miedo espantoso. Me escondí detrás de una silla, castañeteándome los dientes. Apenas me había arrodillado, cuando un gran ruido procedente de la puerta sofocó el batir de alas. Entró mi madre, pálida de furia.

-Acabábamos de sentarnos a la mesa -dijo-, cuando el ser ese que ha ocupado tu sitio se ha levantado gritando: "Con que mi olor es un poco fuerte, ¿eh? Pues no como pasteles." A continuación se ha arrancado la cara y se la ha comido. Después ha dado un gran salto y ha desaparecido por la ventana