martes, 4 de diciembre de 2012

EN EL LABERINTO por Olga Orozco

[Poeta argentina nacida Toay, La Pampa, en 1920. Su infancia transcurrió en Bahía Blanca hasta los dieciséis años, cuando se trasladó con sus padres a Buenos Aires donde inició su carrera literaria. Trabajó en el periodismo empleando varios seudónimos, dirigió algunas publicaciones literarias, hizo parte  de la generación «Tercera Vanguardia» de marcada tendencia surrealista, y basó  su producción poética en la influencia que en ella ejercieran Rimbaud, Nerval, Baudelaire, Milosz y Rilke. Su obra ha sido traducida a varios idiomas y distinguida con los siguientes premios: «Primer Premio Municipal de Poesía»,  «Premio de Honor de la Fundación Argentina» 1971, «Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes», «Premio Esteban Echeverría», «Gran Premio de Honor» de la SADE, «Premio Nacional de Teatro a Pieza Inédita» en 1972, «Premio Nacional de Poesía» en 1988, «Láurea de Poesía de la Universidad de Turín», «Premio Gabriela Mistral» otorgado por la OEA, «Premio de Literatura Latinoamericana Juan Rulfo» 1998. De su obra merecen destacarse las siguientes publicaciones:  «Las muertes» en 1951, «Los juegos peligrosos» en 1962, «Cantos a Berenice» en 1977 y «Con esta boca, en este mundo» en 1994.  Falleció en 1999.

Olga Orozco

(Extraído de A media voz)]




Más de veinte mil días avanzando, siempre penosamente, 
siempre a contracorriente, 
por esta enmarañada fundación donde giran los vientos 
y se cruzan en todas direcciones paisajes y paredes tapiándome la puerta. 
No sé si al continuar no retrocedo 
o si al hallar un paso no confundo por una bocanada de niebla mi camino. 
Tal vez volver atrás sea como perder dos veces la partida, 
a menos que prefiera demorarme castigando las culpas 
o aprendiendo a ceñir de una vez para siempre los nudos de la duda y el adiós, 
pero no está en mi ley el escarmiento, la trampa en el reverso del tapiz, 
y tampoco podré nacer de nuevo como la flor cerrada. 
Habrá que proseguir desenrollando el mundo, deshaciendo el ovillo, 
para entregar los restos a la tejedora, 
comoquiera que sea, en el extremo o en el centro, a la salida. 
He visto varias veces pasar su sombra por algunos ojos, 
cubrirlos hasta el fondo; 
varias veces graznaron a mi lado sus cuervos. 
Perdí de vista fieles paraísos y amores insolubles como las catedrales. 
Encontré quienes fueron mis propios laberintos dentro del laberinto, 
así como presumo que comienza uno más donde se cree que éste se termina. 
Extravié junto a nidos de serpientes mi confuso camino 
y me obligó a desviarme más de un brillo de tigres en la noche entreabierta. 
Siempre hay sendas que vuelan y me arrojan en un despeñadero 
y otras me decapitan vertiginosamente bajo las últimas fronteras. 
Recuento mis pedazos, recojo mis exiguas pertenencias y sigo, 
no sé si dando vueltas, 
si girando en redondo alrededor de la misma prisión, 
del mismo asilo, de la misma emboscada, por muchísimo tiempo, 
siempre con una soga tensa contra el cuello o contra los tobillos. 
A ras del suelo no se distingue adónde van las aguas ni la intención del muro. 
Sólo veo fragmentos de meandros que transcurren como una intriga en piedra, 
etapas que parecen las circunvoluciones de una esfinge de arena, 
corredores tortuosos al acecho de la menor incertidumbre, 
trozos desparramados de otro mundo que se rompió en pedazos. 
Pero desde lo alto, si alguien mira, 
si alguien juzga la obra desde el séptimo día, 
ha de ver la espesura como el plano de una disciplinada fortaleza, 
un inmenso acertijo donde la geometría dispone transgresiones y franquicias, 
un jardín prodigioso con proverbios para malos y buenos, 
un mandala que al final se descifra. 
Ignoro aquí quién soy. 
Tal vez alguien lo sepa, tal vez tenga un cartel adherido a la espalda. 
Sospecho que soy monstruo y laberinto.


Lienzo de Yacek Yerka